Una vez un insignificante pesebre se convirtió en un espacio de extraordinarios
encuentros; un lugar de grandes incidencias y coincidencias. Porque de pronto,
en su suelo, hediondo a estiércol de diversos animales, unos piadosos esposos, ella al borde de
alumbrar, él desesperado, angustiado, cansados de la indiferencia humana,
buscando un lugar donde dormir, se tiraron sobre sus pajas frìas.
¡Qué sorpresa la que tuvieron esa
dulce noche! Porque esa noche donde toda la paz del mundo se derramó, como
diluvio de amor, les nació su hijo. ¡El Esperado! ¡Emmanuel! ¡El Prometido! Por
eso, unos àngeles se aparecieron a unos
pastores, anunciàndoles, con unos cànticos celestiales, que les habìa nacido,
El Salvador y que lo encontrarìan en un Pesebre envuelto en pañales.
Y allí, esos humildes pastores,
fueron. Y aquel inmundo pesebre, oloroso a bestias, se transformó en un lugar
donde se enlazaron lo humano y lo divino. Se transmutó en un templo encendido
por el fuego divino que quemó lo animal en el crisol del espìritu. Alli nació el
hombre a una vida màs alta, màs noble. Allì, por ese alumbramiento, se le
reveló al hombre que la vida verdadera, no es la animal, sino aquella que se
entrega a luchar por los grandes valores del hombre.
Pero, no sólo concurrieron al Pesebre
los pastores, también los aldeanos embargados por el milagro, y un hermoso día
de un cielo azul, como zafiro, aparecieron alegres tres sabios, tres magos,
tres reyes, que se inclinaron en profunda adoración ante El Niño, en
reconociminento profundo de sus soberanìa y majestad sobre el corazón humano, y
le obsequiaron con las gracias de tres dones: oro, incienso y mirra.
El oro de la vida abundante,
permanente, consagrada a El. El incienso de una veneración aromatizada de
gracia divina y la mirra transformadora, purificadora de lo sucio en limpio, de
la peste en aroma angelical. ¡Sì, un dìa un comùn y maloliente pesebre, se
metamorfoseó en un sagrado espacio donde lo humano y lo divino se encontraron
y, desde entonces, una senda de vida y esperanza irradió, una fuente de amor
puro, se abrió a raudales para los hombres de buena voluntad. Y dicen, que a
todos los que allì fueron, una Estrella los guió. Que fueron con sus almas devoradas por la radiante Luz de un ojo celestial que le
sirvió de señal.
Amigos y amigas, ¿No crees que llegó
el momento cairológico, como aquellos Sabios
de Oriente, que al Pesebre de la Vida, le ofrendemos el oro del agradecimiento,
aromatizado con el incienso de nuestro servicio incondicional por el otro yo;
empapados con la mirra de nuestro
gracioso y eterno amor por los demás?
Pepe Robles
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